Está bien no saber nada sobre las ganancias de la empresa donde trabaja
Lucy Kellaway
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Lucy Kellaway
Un conocido que trabaja para una empresa de renombre me envió un correo electrónico para decirme que en sus momentos libres había estado mirando su intranet y había notado algo extraño. El mensaje de su jefe ejecutivo sobre los últimos resultados de la empresa había obtenido ocho “me gusta”, mientras que un mensaje anunciando la instalación de una nueva máquina expendedora de botanas en el sexto piso obtuvo 197.
Pensé que eso te iba a divertir, me dijo.
Sí me divirtió, pero no me sorprendió en lo más mínimo. Durante mucho tiempo he sabido que los empleados corporativos son irredimiblemente triviales. Una colega que por años fue la jefa de redacción del Financial Times me contó una vez que la cosa más impopular que hizo —aún más que despedir personal — fue suspender la distribución gratuita de café y galletas de alta calidad a cada equipo los jueves por la mañana.
En la mayoría de las empresas los empleados se preocupan más sobre las barras de chocolate que sobre la rentabilidad de la compañía. Haga esta prueba: pregúntele a cualquiera en su oficina si sabe cuánto dinero ganó la compañía el año pasado. Apuesto a que no tendrán la menor idea. Yo le he estado haciendo esa pregunta a todo el mundo con quien me he cruzado. La mayoría puso cara de pánico, como si hubieran sido descubiertos; algunos ofrecieron conjeturas sin fundamento; mientras que otros bajaron la cabeza y admitieron ignorancia total. Le envié un texto a una amiga quien durante los últimos 20 años ha ocupado cargos cada vez más importantes en la misma empresa y le hice la pregunta. Su respuesta fue: “No tengo idea”. La única persona que me pudo decir exactamente cuánto ganaba su empresa recibía un bono basado en las ganancias.
Esto seguramente es una versión de la ley de Parkinson acerca de la trivialidad que dice que el tiempo que pasamos pensando en algo es inversamente proporcional a su importancia. En el ejemplo de Parkinson, un comité pasa tres minutos aprobando la construcción de un reactor nuclear, y después pasa 45 minutos discutiendo sobre un cobertizo para bicicletas. Su conclusión es que nos detenemos en las trivialidades porque las entendemos, mientras que evitamos los temas complicados porque no los entendemos.
Mientras pensaba sobre esto, mi amiga me envió otro texto: “...ni me importa”.
Miré el mensaje y se me ocurrió que me había equivocado. Su reticencia a involucrarse en la cantidad de dinero que gana su empresa no se debía a que no lo entendía o a que ella fuera una persona trivial o poco inteligente. Era perfectamente racional.
Mi amiga no tiene que conocer los detalles de la declaración de pérdidas y ganancias de su empleador, con tal de que sean lo suficientemente saludables para no afectar su empleo. Ella trabaja para una multinacional y su contribución no afecta la rentabilidad total de una forma u otra. Sí conoce los márgenes de beneficios de los sectores del negocio que son su responsabilidad, y los maneja asiduamente.
Igualmente, darle mucha importancia a una nueva máquina expendedora de bocadillos no es ninguna idiotez, sino una buena decisión por tres razones. Para empezar, tiene implicancias directas en lo que uno puede comer. En segundo lugar, indica que la empresa no va camino a la quiebra ya que está realizando inversiones discrecionales. Y en tercer lugar, sugiere cierto grado de inteligencia administrativa ya que demuestra que los deseos del personal han sido tomados en cuenta por el director de servicios administrativos.
Se podría decir que, como ciudadanos corporativos responsables, tenemos el deber de interesarnos en las finanzas de la organización donde trabajamos, pero no estoy segura de que esto sea cierto. Dado que sólo nos quedamos en los trabajos mientras nos conviene, y dado que podríamos abandonar el barco e ingresar a la competencia en cualquier momento, no hay razón para adoptar una postura de propietario con respecto a lo que hace nuestra empresa en general.
Eso no quiere decir que no deberíamos esforzarnos y sentir orgullo en nuestro trabajo. Nos deben preocupar mucho las cosas que más o menos podrían conducir al ascenso o al despido, y preocuparnos aún más sobre cuán congeniales son nuestros jefes inmediatos y colegas. Por el contrario, las cosas mayores no parecen importar mucho.
Hay otro problema con los temas grandes e importantes. Mientras más grande es la compañía, más abstractos son sus resultados y más difíciles son de explicar. Añádale a esto el hecho de que los directores ejecutivos caen automáticamente en modalidad aburrida cuando escriben sus comunicaciones, y se garantiza que cualquier intento de hablarles a los empleados sobre cosas supuestamente importantes los va a dejar fríos.
Aquí hay una lección para todos los directores. A menos que una noticia sobre la estrategia global sea tan relevante como una máquina expendedora, no vale la pena enviar un mensaje.